1.10.14

Derrumbes insignificantes.

Alguien me dijo una vez que los océanos creados a partir de charcos de agua son los que amargan la vida más dulce; que los problemas más insignificantes son aquellos a los que damos mayor importancia. También me dijo que era una estúpida por llorar por quien no lo merecía, y por gastar lágrimas que podrían ser requeridas en un futuro irremediablemente cercano. En ese momento no consideré su postura, y la ignoré tanto como ignoras al aire que respiras. 
Curiosamente, tanto el aire como ese consejo son vitales para que mi vida siga corriendo hacia ese futuro irremediablemente cercano. 
¡Qué paradójica es la vida! ¡Qué ilusos somos! Qué débiles, qué...
Qué frágiles. 
Nunca me había percatado de la belleza de un cisne de cristal, y de lo poco que dura en las manos equivocadas. No me había dado cuenta de lo fácil que es desaparecer entre la multitud de personas en un concierto, hundirse bajo el agua caliente de una bañera llena de espuma, perderse entre los árboles del parque que te recordaba a tu infancia.
Somos ese trozo de chocolate que se siempre se hunde en el bizcocho, el tornillo del pendiente en un suelo de azulejos. Somos esa débil luz que titila junto a la farola más potente del centro de Nueva York.

Somos nada, y al mismo tiempo, parte y todo.

Las partes conforman un equilibrio. Sin uno no hay dos, sin luz no hay oscuridad y sin carencia no hay necesidad. Que el sol después de la lluvia es lo más bonito que podemos ver.
Que la solución es la cara buena de un problema. 

Sin ti no hay nosotros.

Podemos seguir centrados en los charcos de agua y chapotear en ellos sin sentido, pero también podemos dar un salto y volver a una acera que lleva a todas partes. Quizás nos equivoquemos y volvamos a pisar otro charco; quizás nunca comprendamos el porqué de la necesidad de seguir saliendo de cada uno de ellos. Quizás ni la suma de las vidas de todos los seres vivos del planeta sea suficiente para que logremos entender lo que nunca nos entrará en la cabeza: que lo que parece una montaña tan solo es un cúmulo de granos de arena que se desmorona con un soplo de viento.
Hay gente que chapotea tan fuerte que todos centran su atención en ella, y normalmente son los que más ruido hacen aquellos que más ayuda necesitan. Pero hay otros que intentan no levantar mucha agua y evitar molestar a los que caminan a su alrededor en la acera. Y no por eso no están en los charcos más profundos; no por eso les importa menos; no por eso sienten menos; no por eso son más felices. 

Cada diez segundos hay un pequeño derrumbe dentro de una persona y hay un pie que se hunde en un charco que, en ese momento, todavía es pequeño. Cada diez segundos cae una roca más grande de la cumbre y el pie se hunde hasta el tobillo. Pero cada diez segundos dos personas se besan intensamente, miles de niños sonríen a carcajadas y millones de personas respiran vida. Saber decidir si esos diez segundos van a ser increíbles o destructivos solo depende de ese cisne de cristal que cayó en manos equivocadas. 

Diez segundos no son nada, y al mismo tiempo, parte y todo. 

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